La contradicción es grande: producción de incontables toneladas de alimentos versus enormes regiones del planeta sumidas en hambrunas mortales. Llevado a una menor escala, es una dicotomía que se puede ver a nivel nacional: un país con más de treinta millones de hectáreas de tierras cultivadas que aun así tiene al treinta y cinco por ciento de su población por debajo de la línea de pobreza, de acuerdo a los datos de 2019 difundidos por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC). Aunque la cuestión está atravesada por múltiples factores que complejizan los análisis posibles, el desperdicio de comida es una realidad innegable que ocurre en todos los rincones del mundo.
“En el caso de las frutas y hortalizas, la pérdida alcanza a un tercio de lo producido. Es muchísimo, pero cuesta percibir la gravedad porque está distribuida en distintas etapas: en el campo, cuando se descartan los ejemplares que por tamaño o aspecto no cumplen con los parámetros establecidos de calidad y estética; en la distribución y venta, especialmente a causa de la interrupción de la cadena de frío y problemas de conservación; y por último a manos de los consumidores, cuando desaprovechan algunas partes, las almacenan en condiciones inapropiadas o compran de más y se echan a perder. En nuestro país, este perjuicio se concentra especialmente en la fase del medio”, explica Ariel Vicente, investigador del CONICET y responsable del Laboratorio de Investigación en Productos Agroindustriales de la Facultad de Ciencias Agrarias y Forestales de la Universidad Nacional de La Plata (LIPA, FCAyF, UNLP).
Dedicado a la investigación en la tecnología de poscosecha -es decir el período que va desde que los productos son recogidos del cultivo hasta su consumo- Vicente asegura que “si bien algunos problemas relativos a las pérdidas de hortalizas requieren la generación de nuevos conocimientos o del desarrollo de técnicas novedosas, en muchos casos simplemente es necesario echar mano de estrategias que ya existen, donde sólo hace falta darlas a conocer, compartirlas, y acompañar su implementación”. En este sentido, el científico enfatiza la importancia de trabajar cerca de los productores y darles participación desde el inicio, “para que las investigaciones se generen en respuesta a los problemas reales que los aquejan y no a la inversa: primero desarrollo una herramienta y luego veo quién la podría utilizar. Eso no sirve”.
Esta preocupación por los inconvenientes que aparecen a lo largo de la cadena desde el campo hasta las góndolas de verdulerías o supermercados llevó al experto a participar de un encuentro llamado Ciencia y producción hortícola, organizado en septiembre pasado por el CONICET La Plata y la municipalidad local con el objetivo de acercar el sector científico a los productores del cordón frutihortícola de La Plata –principal abastecedor del Conurbano y la provincia de Buenos Aires– y promover la colaboración entre sí. Otra especialista invitada a la jornada fue Analía Concellón, también investigadora del organismo con lugar de trabajo en el Centro de Investigación y Desarrollo en Criotecnología de Alimentos (CIDCA, CONICET-UNLP-CICPBA). Ambos fomentan y realizan con frecuencia actividades de vinculación tecnológica, capacitaciones y diálogo con la comunidad.
“Abordamos los aspectos fisiológicos y bioquímicos del vegetal para conocer los procesos que atraviesa y entonces poder pensar estrategias para anular o retrasar las señales de deterioro y alargar su vida útil”, expresa Concellón, dedicada puntualmente al estudio de la berenjena, una de las hortalizas “estrella” de la zona, junto con el tomate y el pimiento. En este sentido, hace hincapié en la importancia de mantener temperaturas bajas durante todas las etapas ya que enlentecen los metabolismos, contribuyendo a prolongar su duración.
“Si el quintero puede reservar la cosecha a la sombra y en un sitio fresco hasta que la pasen a buscar, aunque sea con una lona o red, ya hace una diferencia”, detalla la especialista. En este sentido, pero pensando en los productos que se exportan, Concellón resalta que “el frío de los camiones es crucial”, y asegura: “Las grandes empresas lo saben, por eso algunas instalan dispositivos controladores de lo que se llama la historia térmica, para saber si en algún momento del trayecto el conductor estacionó el vehículo al rayo del sol con el motor apagado”.
En relación a la temperatura, Concellón explica que los vegetales se dividen en tres grandes grupos: los tropicales, como la banana o la palta, que se deben almacenar como mínimo a 13 grados centígrados; los subtropicales, por ejemplo la berenjena y el tomate, que resisten hasta 10°C; y los que soportan perfectamente los 0°C, como la frutilla, manzana y las hortalizas de hoja, entre otros que no sufren daño por frío. Los dos primeros, en cambio, sí experimentan modificaciones como depresiones y manchas marrones en la piel, que son indicios de alteraciones a un nivel mayor: el de sus propiedades nutricionales.
Los especialistas coinciden en que las verdulerías y negocios de barrio son los que “se llevan la peor parte” ante un manejo poscosecha inapropiado. Sobre este aspecto, Concellón señala el uso de ventiladores como uno de los más perjudiciales, ya que “lo único que hace es robarse la humedad ambiental, y en consecuencia deshidratar los productos. Es como si se les fuera evaporando el dinero sin que se den cuenta”. Un comerciante que compró diez kilos de berenjena -continúa la científica- y no tiene la temperatura adecuada, a los tres días va a tener nueve, y a la semana ya serán ocho, además de un montón de ejemplares arrugados y marchitos que no va a poder vender a los consumidores.
Sobre la preservación en el hogar, los especialistas también apuntan a detalles que pueden parecer menores pero que de todos modos son perjudiciales, como golpear las frutas y verduras en la bolsa durante la compra, ya que esos pequeños impactos reducen la vida útil en varios días. “Es importante informarse acerca de la posibilidad de congelar algunos alimentos crudos y otros cocidos, como así también aprender sobre métodos de deshidratación o elaboración de conservas para aprovecharlos de otros modos si no se consumen en el momento”, agrega Vicente.
Pero no todas las estrategias se ubican del lado de la poscosecha, ya que los científicos también dedican su trabajo a estudiar qué sucede antes, es decir durante la siembra y el crecimiento de las plantas, y qué maniobras se pueden implementar en esta instancia para impactar positivamente en la calidad del producto. Es así que aparece la técnica de injertación, muy conocida en el sector productivo de las frutas pero no del todo aprovechada en el hortícola debido a la falta de conocimiento sobre su uso y la inversión que requiere. “Cada especie tiene distintas aptitudes: están las que resisten más las bajas temperaturas o la sequía, algunas tienen mejor capacidad de absorción de nutrientes del suelo, otras se defienden de los ataques de determinadas plagas. Entonces, este método consiste en ensamblar la raíz de un vegetal, que se conoce como portainjerto, al brote o plantín de otra variedad distinta, para que ésta crezca con los beneficios de la primera”, explica Concellón.
El resultado es el crecimiento de plantas más fuertes y resistentes a distintas situaciones en el campo, lo cual tiene su correlato en la obtención de mayor volumen de frutos en menor tiempo, permitiendo la cosecha y comercialización de una hortaliza algunas semanas antes del comienzo de su temporada. “Esto representa una ventaja para el productor porque le rinde más y se anticipa a la cosecha habitual, pero también para los consumidores si tenemos en cuenta que esos vegetales van a estar disponibles en el mercado a una altura del año en la que de otra manera habría que importarlos o traerlos desde otra provincia, con el consiguiente encarecimiento que ese traslado supone y el hecho de que no maduran en la planta causando pérdida de sabor”, continúa la especialista.
Los injertos diseñados con diferentes propiedades ya existen y se comercializan de manera tal que el productor compra una planta pequeña pero robusta y lo único que tiene que hacer es llevarla a la tierra. “Si bien es bastante más cara que los plantines comunes, crece vigorosa y puede dar el doble o triple de frutos”, apunta Concellón, con cuyo equipo de investigación vienen realizando distintos experimentos para cuantificar en qué medida esas ventajas se trasladan de la raíz al vegetal, e influyen en la poscosecha. “Nosotros lo probamos específicamente en berenjenas y vimos que las injertadas con raíces resistentes al frío generaban frutos que podían almacenarse a menor temperatura que los otros, y en los que incluso las manchas producto del daño por frío tardaban en promedio una semana más en aparecer. Es un beneficio que va a repercutir también en los eventuales descuidos que pudiera haber en el manejo posterior”, según describe.