
Mientras el mundo del vino sigue siendo terreno de tradición y etiquetas, una nueva camada de productores argentinos apuesta por el minimalismo: uva, tiempo y poco más. En medio de la ola verde global, los vinos naturales pisan fuerte, seducen a la los Millenials y Generación Z reconfigurando los estándares del sector.
No se trata de vinos orgánicos certificados —aunque a veces se solapen—, sino de botellas elaboradas con mínima intervención, sin químicos, levaduras comerciales ni procesos agresivos. El objetivo es capturar la esencia del terruño con la menor manipulación posible, algo así como dejar que el vino se haga solo. Pero esta búsqueda de autenticidad también incomoda: sin una regulación clara, cualquier vino puede autodenominarse “natural”, lo que abre la puerta a confusión, críticas y, a veces, botellas con defectos disfrazados de virtudes.
¿Tendencia efímera o cambio profundo?
Argentina, quinto productor mundial de vino, no quedó ajena a esta corriente. En la última década, el mercado orgánico creció un 34.000% y las exportaciones de este segmento subieron un 27%. Si bien los naturales son aún un nicho, su crecimiento es sostenido y los posiciona como una categoría con potencial económico y simbólico: conecta con consumidores jóvenes que priorizan la trazabilidad, la sostenibilidad y lo auténtico por sobre lo masivo.
El consumo interno de vinos orgánicos certificados ya supera los 1,5 millones de litros (frente a solo 4.428 en 2014) y las exportaciones llegaron a 8,5 millones de litros en 2023. Dinamarca, Suecia y Estados Unidos figuran entre los destinos principales. De hecho, el vino orgánico ya es el segundo producto vegetal más exportado del país, después del azúcar de caña.
El 63,9% de esas exportaciones encuentran mercado en la Unión Europea, donde las exigencias ambientales son altas y la “sostenibilidad” dejó de ser un slogan para transformarse en barrera (o pasaporte) comercial. En ese sentido, sellos como el de “Vitivinicultura Argentina Sostenible”, impulsado por COVIAR y adoptado por más de 20 bodegas, apuntalan esta reconversión. El apoyo institucional también se refleja en fondos públicos: el CFI financió mejoras productivas por $44 millones.
No todo es descorchar
Producir vino natural implica desafíos importantes. Al renunciar a los aditivos y al arsenal químico, las bodegas quedan a merced del clima: heladas, sequías o plagas pueden arruinar una cosecha. Y sin una definición legal clara, comunicar de qué se trata también se vuelve complejo. No todos los consumidores entienden que “natural” no significa necesariamente perfecto, sino honesto, distinto, incluso arriesgado.
Pese a todo, las oportunidades son notorias. Mientras los vinos convencionales muestran signos de estancamiento, los orgánicos crecen a razón del 5% anual a nivel global. En Argentina, la superficie de viñedos orgánicos pasó de 4.000 hectáreas en 2018 a casi 10.000 en 2022. El interés de mercados como China, que busca productos saludables, abre una nueva puerta a futuro.
El vino del mañana
Aunque hoy los vinos naturales ocupan un lugar marginal en góndolas y cartas, su influencia va más allá de las cifras. Representan una nueva filosofía de producción y consumo, con foco en lo ambiental, lo local y lo genuino. Las bodegas que combinen prácticas regenerativas, trazabilidad, certificaciones y narrativa clara tienen chances de liderar esta transición.
Más que una moda, el auge de lo natural en el mundo del vino refleja un cambio cultural profundo. Una apuesta estratégica que desafía a la industria a repensarse —y, tal vez, a sincerarse— en tiempos donde el “cómo se hace” importa tanto como el “a qué sabe”.