En octubre del 2020, la Argentina se convirtió en el primer país del mundo en aprobar el uso de un trigo transgénico. El trigo HB4, el primero en desarrollarse en el mundo, reavivó el debate sobre el uso de cultivos transgénicos en nuestro país y sus implicancias en la salud humana y en la soberanía alimentaria. A este respecto, Gustavo Schrauf, docente de la cátedra de Genética la Facultad de Agronomía de la UBA (FAUBA), expuso sus perspectivas acerca de los distintos usos y aplicaciones de esta tecnología y de las raíces del fuerte debate que separa las aguas entre sus detractores y sus defensores.
La transgénesis en la naturaleza y en el laboratorio
La transgénesis ocurre cuando, en el genoma de un organismo, se incorpora material genético que pertenece a otra especie no relacionada. Si bien se suele asociar este proceso con la intervención humana, lo cierto es que ocurre en la naturaleza. Por ejemplo, es el caso de la batata que se cultiva para consumo humano, que presenta información genética proveniente de dos bacterias: Agrobacterium tumefaciens y Agrobacterium rhizogenes, lo que evidencia el intercambio de material genético entre organismos de distintas especies como parte de la evolución. “El ser humano aprendió cómo algunos microorganismos y algunas bacterias hacían transgénesis y, conociendo esos mecanismos, hoy los puede utilizar en su beneficio”, dijo Schrauf.
El trigo HB4 es un desarrollo argentino. Es el resultado de más de 15 años de investigación del equipo liderado por la investigadora del CONICET-UNL Raquel Chan, para mejorar la resistencia a la sequía en este cultivo. “Ella tomó un factor de transcripción que está en el girasol, que es una proteína que regula la expresión de otros genes, y lo probó en una planta modelo —Arabidopsis— con resultados muy interesantes. La investigadora encontró que, cuando esa proteína se expresaba, se activaban muchos genes que le otorgaban a la planta tolerancia a sequías”, explicó el docente.
Y agregó que “en el desarrollo de los eventos, también se utilizó un marcador de selección, que es un gen que permite seleccionar a las células transgénicas de las no transformadas, una secuencia de ADN que le otorga a la célula trasformada resistencia al herbicida glufosinato de amonio. Y las dos características —resistencia a sequías y a glufosinato— fueron juntas”. Así, según Gustavo, a pesar de que la empresa que lo desarrolló no vende agroquímicos (INDEAR), la introducción del trigo transgénico quedó asociada al modelo de negocios de las grandes empresas que desarrollan cultivos transgénicos resistentes a agroquímicos.
Schrauf consideró que este modelo impide el avance de una discusión en torno a los cultivos transgénicos y su potencialidad para el sistema alimentario. “Gran parte del éxito de estos cultivos tiene que ver con su resistencia a herbicidas, lo cual es el negocio de las empresas que los venden. Y así la imagen del transgénico está muy unida al uso de agroquímicos, especialmente del glifosato, que hoy es muy intensamente utilizado y se ha convertido en un problema de contaminación. Entonces, una tecnología como la transgénesis, que tiene alta potencialidad, se convirtió en una tecnología con mucha crítica”.
¿Transgénicos sin transnacionales agroquímicas?
“Los cultivos transgénicos tienen un potencial que, actualmente, no es aprovechado. Y esto en parte se debe a que su desarrollo se concentra en un puñado de grandes empresas que además de comercializar semillas venden los agroquímicos. Esto restringe la discusión sobre los transgénicos a la cuestión del modelo de negocios de estas empresas y empaña la posibilidad de abrir un debate social sobre los beneficios que podría traer esta tecnología”, señaló Schrauf.
Respecto del trigo HB4, Gustavo acotó: “En términos agronómicos, podríamos tener una mayor tolerancia a sequías. Debido a la variabilidad climática anual, muchas veces los productores corren el riesgo de reducir o perder la cosecha. Esto, para un pequeño productor, podría significar la pérdida de su campo. Entonces, la resistencia a las sequías podría aportar una estabilidad productiva que sería beneficiosa”.
La transgénesis tiene muchas más posibilidades de aplicación. “No hace mucho tiempo, en algunos ensayos, tuvimos un problema de ataque de ácaros en nuestros tomates. Una investigación encontró que el ácaro estaba silenciando los genes de defensa del tomate, para después atacarlo. Es decir que, de alguna manera, el ácaro regula la expresión génica de la planta, lo cual es asombroso. Y, con este conocimiento, se podría trabajar sobre el problema e impedir que el ácaro intervenga en la genética del tomate. Este tipo de alternativas las da la ingeniería genética”, comentó Schrauf.
Por otro lado, la ingeniería genética, que está tan asociada al uso de agroquímicos, también podría utilizarse para disminuir e incluso evitar el uso de estas sustancias. “Hay una enfermedad que se llama huanglongbing, que ataca a los cítricos y los liquida. Y es muy difícil encontrar resistencia a través de las vías convencionales. Esta enfermedad es transmitida por una chicharrita, pero si buscamos controlarla con el uso de insecticidas, el daño ambiental sería brutal, además de tener resultados casi inefectivos. Este es otro caso en el que la ingeniería genética podría trabajar para ayudar a detener el avance de la enfermedad. De hecho, en el INTA un grupo dirigido por Gabriela Conti, quien también es docente de la Cátedra de Genética de la FAUBA y está trabajando en el tema”, añadió el investigador.
Todas estas posibilidades que ofrece la biotecnología, que podrían redundar en beneficios ambientales y sociales, están relegadas al interés de tres inmensas corporaciones que controlan el 70% del mercado mundial de agroinsumos. “Uno de los problemas tiene que ver con las patentes. Que más que un reconocimiento a la inventiva se ha transformado en una herramienta para dominar el mercado. En el caso de la transgénesis, las patentes favorecieron a la concentración del mercado en unas pocas empresas que dirigen el desarrollo en función de su interés”, puntualizó Schrauf.
En este sentido, otro de los grandes desafíos tiene que ver con la concentración en la comercialización de las semillas. “Hay otras semillas que circulan por otros canales, pero la gran mayoría está en manos de estas pocas empresas, por lo que la alimentación a nivel del planeta depende de ellas. Sin embargo, parte de su negocio es vender el agroquímico, y por eso es muy difícil cambiar de modelo”.
“Quizás este resulte un problema común a casi cualquier ámbito en el que el beneficio-negocio de un grupo de empresas entra en contradicción con el beneficio social. Esto se exacerba cuando, además, las empresas son pocas y poderosas, como los oligopolios químico-semilleros. Entonces, los desarrollos tecnológicos estarán centrados en ganar más —en este caso, a través de la venta de agroquímicos— y no en generar una mejor alimentación, producida en forma sostenible. Ahí estamos en un problema de falta de soberanía, sin embargo, la Argentina tiene capacidades para generar desarrollos alternativos”, advirtió Schrauf.
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Las tecnologías génicas al servicio de la sociedad
“La genética nos permite modificar una planta y conseguir cosas que no se podrían lograr de otra manera. En la transgénesis, la imaginación es nuestro límite”, sostuvo Gustavo, y añadió que la transgénesis y la edición génica poseen posibilidades prácticamente ilimitadas. Otras técnicas convencionales, como la hibridación, no tienen ni el mismo alcance ni los mismos resultados. Por ello, para el docente, es fundamental discutir sobre el rol de las transnacionales.
“Cuando se demoniza algo, ya no queda margen para la discusión. Eso sucede con la transgénesis. A veces creo que es más fácil discutir ‘transgénicos sí’ o ‘transgénicos no’ que debatir qué modelo queremos como sociedad. La discusión sobre el modelo debería incluir, necesariamente, qué dirección darle al desarrollo de la ingeniería genética y qué rol debería tener dentro del sistema productivo”, resaltó.
Pero la grieta es difícil de salvar. “Si logramos generar eventos que sean claramente beneficiosos para la sociedad, eso sería un paso”, dijo Schrauf. “El otro paso es lograr la trazabilidad de los alimentos. El SENASA tiene la capacidad de ir a las góndolas de los supermercados y fijarse si los productos tienen glifosato, por ejemplo. Si tuviéramos ese grado de consciencia, podríamos avanzar hacia una producción más saludable y quizá la transgénesis resulte en una herramienta para eso. De hecho, las tecnologías Bt, que se utilizan en transgénesis con mucho éxito, evitan o reducen cualitativamente la aplicación de insecticidas”.
Finalmente, Schrauf hizo hincapié en que la ingeniería genética podría ser una tecnología al servicio de un modelo de producción agroecológico. “Con la genética aprendemos cómo actúan las plagas y los insectos benéficos y cómo interactúan genéticamente con las plantas. Hay microorganismos que están en el suelo y a veces se hacen aliados de las plantas y las defienden. La transgénesis permitiría aumentar esa defensa y lograr que funcione mejor”. En este marco, según Schrauf, el eje central del debate debe ser “definir cómo queremos producir, y también cómo queremos hacer genética. En otras palabras, el desafío es lograr que la genética acompañe la decisión que tenemos que tomar como sociedad de cómo queremos producir alimentos”.
Fuente: Sobre la Tierra- por Yanina Paula Nemirovsky